Hace unos meses escribí acerca de la integración de los musulmanes en Reino Unido, el país adonde resido actualmente. En este artículo describí cómo el musulmán europeo suele ser más ortodoxo que los musulmanes árabes y que sus objetivos solían girar en torno a tres ideas: el califismo (instaurar un califato en sus países adonde se aplicará la sharía), el clericalismo (una reverencia casi sectaria a los mullahs y muftis más radicalizados) y el comunalismo (la competencia permanente entre grupos de musulmanes que terminan viviendo en silos donde los grupos más radicalizados no se abren a los más moderados). Deobandis, Salafis, Barelwis y Chiítas se encierran en sus interpretaciones, impidiendo que versiones moderadas y amigables a Occidente triunfen en Europa. También subrayé que incluso los más moderados continúan teniendo serias limitaciones para entender los derechos de las mujeres y la libertad de expresión.
Las dos ramas principales del Islam son los chiítas y los sunitas. El 85-90% de los musulmanes es sunita. Viven principalmente en Arabia Saudita, Egipto, Emiratos Árabes, Turquía, Pakistán y el Sudeste Asiático. Los chiítas viven en Iraq, Irán, Bahrain, Azerbaiyán, Líbano, Yemén y Siria. Ambas tienen versiones radicalizadas, aunque actualmente los sunitas se encuentran en plena evolución, intentando insertarse mejor en el mundo vía las reformas que Arabia Saudita busca llevar adelante, junto a los Emiratos Árabes y Jordania. Estos son países que derribaron misiles disparados contra Israel por Irán, por ejemplo, y varios firmaron los acuerdos de Abrahám con Estados Unidos. Tienen posturas muy claras con respecto al extremismo islámico y expulsaron de su territorio varias organizaciones que lo promueven en el mundo, como la Hermandad Musulmana.
Pero hay una tercera rama, muy pequeña y más antigua que los chiítas y los sunitas, que son los ibadíes. Esta rama se caracteriza por ser mucho más moderada que las otras dos, por rechazar la violencia sectaria y por ser más tolerante con otras religiones. También separa la religión de la política y es mucho más pragmática en sus relaciones diplomáticas, aunque sigue siendo conservadora y muy retrógrada, sobretodo con las mujeres. Casi todos los musulmanes ibadíes viven en un pequeño país al sureste de la Península Arábiga: Omán. Y en abril lo visité.
Fui como turista con mi familia, de la misma manera que tantos otros visitan Dubai, Abu Dhabi, Qatar, Egipto o Marruecos. Pero también fui sintiendo que me lo debía después de haber escrito sobre el Islam, sin haber nunca puesto un pie en un país de estas características (Europa no cuenta todavía, y Reino Unido no es musulmán por más que algunos tengan esa fantasía).
En Omán todos saben inglés y árabe. También se pueden encontrar iglesias católicas y protestantes, aunque no hay sinagogas judías desde hace mucho. La arquitectura, sobretodo el exterior de los edificios, sigue siendo muy tradicional. Salvo las mesquitas, es difícil distinguir negocios de casas, o adivinar si estamos frente a un banco, un hotel o una residencia. Las ciudades más grandes son costeras, ya que tierra adentro el terreno es montañoso o desértico. No es Dubai o Bahrain con sus rascacielos y sus excesos. Los ibadíes son también bastante más austeros.
Pero eso no quiere decir que sean pobres. Un paseo por los shoppings o los supermercados alcanza para darnos cuenta de que no tienen problemas de consumo. La ópera de Muskat, el teatro más grande del país, tiene negocios de las marcas más caras y reconocidas del mundo, además de ser uno de los edificios más lujosos que vi en mi vida.
El calor, como en todos los países de la región, es el problema principal. Las ciudades cobran vida entre las seis de la tarde y las once de la noche. Esta es la hora en la que vemos a las mujeres salir de sus casas a pasear con su familia, todas tapadas con una hijab, no con una burqa o una niqab. No siempre van acompañados de hombres y los niños van vestidos con ropa occidental. A las turistas se les pide que respeten las mesquitas, con hombros, piernas y pelo cubiertos, pero son libres de caminar por las ciudades vestidas de cualquier manera. Conociendo los bueyes con los que aramos, nos advirtieron que el bikini no es recomendable, a menos que estemos en las playas de los hoteles.
El país tiene rutas nuevas y seguras. Hicimos algunas paradas en sitios históricos, como la ciudad amurallada de Nizwa, donde se puede aprender cómo llegó el Islam al país en tiempos de Mahoma, en el 627. Los reyes de la región de aquel entonces recibieron una carta de su parte, en la que les explicaba que “los llamaba a convertirse y que, si no lo hacían, sus reinados terminarían y su caballería marcharía sobre sus territorios.” Los reyes se reunieron para “discutir la fe, los pilares y la ideología del Islam. En ese momento todos se convencieron del origen divino del mensaje del profeta y abrazaron la religión voluntariamente”.
Finalmente, fuimos a la Mesquita del Sultán Qaboos en Muscat. Es, por lejos, el edificio más lindo del país y tardó siete años en construirse, desde 1994 a 2001. No sabía que todavía se construían edificios así, con tantos detalles y tanta devoción. Se nota que buscaron honrar sus creencias con algo hermoso. En Occidente, sólo Sagrada Familia y Notre Dame (y sólo porque un incendio forzó su renovación) me impresionaron de esta manera. Ya no construimos más con esa motivación, buscando lo estético y permanente. Demasiado caro, según me dijeron.
Había varios voluntarios a disposición de los visitantes para contestar cualquier pregunta acerca del lugar y de la religión. Nos mostraron los salones inmensos y separados por sexo (las mujeres pueden rezar en la casa, entonces tienen un salón más chico, mientras que los hombres tienen que rezar en una mesquita), con suelos decorados con las alfombras más lindas y grandes que vi en mi vida y con arañas en los techos traídas de Austria. Ante nuestras preguntas, el guía contestaba corto y al punto. Tenía, eso sí, muchas ganas de explicarnos cómo la rama ibadí era la más moderada y funcionaba como mediadora de las demás.
Siempre es valioso conocer una cultura nueva, pero nunca tenemos que sentirnos obligados a estar cómodos con ella, en post de una falsa idea de inclusión o igualdad. También es mejor reconocer de forma sincera nuestras diferencias antes que asumir que tenemos los mismos principios. Sólo así es posible encontrar un punto de partida en común. Ambas partes deben aceptar esa dinámica. Europa y su fantasía de que todas las culturas son correctas y que sin duda adoptarán nuestros valores por osmosis, al pasar más tiempo con occidentales en sus ciudades, está probadamente equivocada. Es arrogante, infantil e ingenuamente suicida, al chocar con la realidad de que existen culturas que hicieron de su destrucción un mandato religioso.
Omán no es Occidente, no pretende cambiar y probablemente jamás lo hará. Sin embargo, en sus ansias por ser parte del mundo y sobretodo por comerciar con los otros países, encontró un punto de partida común. Todos saben inglés y separaron el derecho de la religión. Cuando el derecho es sólo eso, y no una religión fanática llamada a ser defendida, aplicada e impuesta, no sólo por las fuerzas del orden sino por toda la población, la convivencia con los visitantes es diferente.
A su vez, esta secularización también permite una mejor integración en otras culturas cuando migran. Los casos son pocos. Países como Omán, UAE, y Arabia Saudí suelen mandar su gente al exterior más por razones educativas que por penurias económicas o guerras. Otros países como Egipto, Siria, Libia, Túnez, Líbano, Marruecos, Iraq, Yemén y Pakistán, sí generaron las oleadas de migrantes que conocemos, muchas veces forzadas por la inestabilidad política de la región. La secularización en ellos está ausente y es reemplazada por trastornos de estrés postraumático y fundamentalismo.
Esto se incluye creencias muy concretas que vuelven a estos migrantes incompatibles, no solamente con la cultura occidental, sino con cualquier otra. Su manifestación final y última es el martirio: la exaltación y celebración del suicidio de sus propios fieles, llevado adelante con el objetivo de eliminar a otros. Esta ideología de la anti-vida convierte al Islam en una secta mortal, que no puede detenerse con diplomacia y acuerdos. Esto es difícil de entender para las almas bellas occidentales, que hasta fallan en aceptar la idea de una cultura que utiliza niños como escudos humanos y las derivaciones morales que semejante salvajada genera.
Oman, UAE y Arabia Saudita entienden esto bien. Ellos mismos echaron a la Hermandad Musulmana de sus países, junto a otras organizaciones terroristas que en Europa y Estados Unidos encuentran buena recepción. Hoy reconocen que hay más fanáticos islamistas allí que en sus propias naciones. Mientras tanto, son los jóvenes británicos lo que se mudan a Dubai a trabajar y ganar plata.
Todo esto pensaba en el vuelo de vuelta a Londres, donde turbas antisemitas marcharon por Westminster celebrando los ataques del 7 de Octubre sin que el gobierno moviera un dedo, incluso antes de que Israel respondiera. Pensaba también en los problemas que Omán y los demás países ricos de Medio Oriente siguen teniendo, como los derechos de las mujeres y la libertad de prensa. Este último punto es más que la mera secularización política… tiene que ver con la posibilidad de que una oposición funcione, la de una alternancia, etc. Todo indica que poco a poco van haciendo las reformas que necesitan. Pero, ¿qué hacer con los otros?